Los comienzos del Estilo (con
mayúsculas).
Lo mío era la invención y el bricolaje (luego le apliqué el calificativo de
chapuza de forma cariñosa).
Ya de niño podían decir de mí que estaba
todo el día inventando, pero seguramente sería en otro sentido… De hecho
uno de los juguetes que fabriqué para competiciones callejeras ya causó furor.
Era parecido a éste que construí para mi hijo Pablo:
Pero contundente, lo que se dice contundente, era más bien el cañón de
avancarga que realicé para jugar con mi hermano menor, con él disparábamos a
los soldaditos y los reventábamos contra un tablero de fondo, que también
perforaba la bola. Los daños colaterales eran tan graves que tuvimos que dejar
de usarlo (la puerta del fondo de un largo pasillo tuvo algún impacto grave).
Consistía en un tubo de hierro, con el diámetro interior del tamaño de una
peseta, cegado en un extremo por una de estas monedas, remachados los bordes
sobre ella, con una pequeña perforación arriba, y fijado a un taco de madera
con clavos doblados. El fundamento era cargar por la boca la pólvora –azufre,
clorato y carbón vegetal bien molidos y mezclados con cuidado-, ante la
pólvora, cerrando la salida, un “nichi” en el argot de entonces decíase de una
bolita de acero de un rodamiento o “cojinete”. Como complemento un palito con
una puntilla atravesada en el extremo. Sólo había que apuntar hacia el
objetivo, calentar al rojo la puntilla e introducirla en la perforación del
tubo (coincidente con el extremo cerrado donde se había compactado el explosivo)…
BOOOOOUM, el batallón de tullidos soldaditos salían volando por el impacto. Los
inventos del TBO nos zarandeaban la
imaginación.
Juegos de entonces, que hoy estarían perseguidos por algún Departamento Antiterrorista,
u Oficina de Represión de Comportamientos Antisociales.
Más tarde mis inventos fueron bastante más civilizados. Aquello que
necesitaba y no podía, o quería comprar, simplemente me lo hacía. Eso hice con
mi visor de diapositivas: una lata de tabaco desfondada, unas piezas de chapón
de madera para introducir una lente en un extremo y un cristal opal en el otro,
y una ranura a la altura oportuna con otro chapón tallado que recoge un par de
diapositivas y las muestra alternativamente. Fácil.
Mi fuelle para macros adaptable a la robusta cámara Zenith –mi primera
cámara réflex-, que no era micrométrico, pero funcionaba aceptablemente: Un par
de piezas de madera de varias décadas de secado, un trozo de tela negra
oscurecida con pintura mate negra (el plegado de la tela fue lo más complejo),
cuatro barras de latón, unos tornillitos, y unas piezas de adaptación a la
cámara.
Y muchas más chapuzas que en algunos casos llegaban a ser tan prosaicos
como un interruptor de puerta de
frigorífico, tallado en madera, para mis pequeñas obras de restauración o
mantenimiento. También un rótulo para la malograda floristería Bolero, de mi hermano Fali, o una
indicación para mi exposición de Góticos –con
el procedimiento constructivo con el que elaboraba los “juas” para mis hijos,
pero de eso hablaré a continuación-.
Inevitablemente los cuadros cogieron rasca,
los dos divertimentos combinados dieron lugar al estilo en el que me siento
encuadrado.
Es cierto que también influyó en mi apetencia por lo felizmente inacabado
el cogerle gusto a los bocetos que surgen con espontaneidad. La gracia de lo
desenfadado.
¿Un tercer ingrediente? La capacidad de expresión que observaba en
composiciones en un abanico tan amplio como el que va desde la música
impresionista francesa –Debussy y su Niña
de los cabellos de lino-, al expresionismo alemán más desgarrado –Kirchner o Grosz-.
A todo ello le aportamos un toque de humor que no sé cómo definir, y ¡Voila!, la receta está completa.
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