En el principio fue la magia.
Sí. Por supuesto que hubo influencia de mi padre
en la elección de mi profesión; aunque no porque él dijera ni “mu”, ya que no
hubo necesidad. Desde que eché a andar me recuerdo pegado al tablero de dibujo
de mi padre, alucinando con cómo aparecían las formas coloreadas en el papel o
el lienzo. Podéis imaginarlo pintando carteles de un metro y medio por un metro
(como solían ser en su momento dorado) con un colorido vivo, en tintas planas
saturadas, con la mesa llena de cientos de botes a cuál más vistoso, platillos
con témpera en su punto de cremosidad, de todos los colores imaginables, y a un
enano que no llegaba casi al tablero, asomado al borde, con los ojos
deslumbrados por aquella magia.
Yo quería recrear aquella escena.
Y pronto empecé a hacer mis pinitos consiguiendo
vender tiras cómicas en el cole a precios muy razonables –unos céntimos-, y
supe que era un chollo poder vivir haciendo lo que a uno le gusta.
Con catorce o quince años mi progenitor confió en mí para que lo
descargara de una parte de trabajo que dijo que no podía atender –más bien no
le apetecía hacer-. En el terreno del arte era un pluriempleado, llevaba la
Escuela de Artes y Oficios, las etiquetas de los envases de La metalgráfica Malagueña y Taillefer, las
ilustraciones de la revista de la Renfe... y decidió que yo podía realizar unas
ilustraciones de platos preparados que un restaurante le había encargado. Me
atreví, y por ahí empecé a ganarme mis primeras pesetas, ilustrando bodegones
suculentos. Abriendo el apetito a estresados ejecutivos. No he vuelto a
comprobar si aún me salen bien los huevos fritos, tienen un encanto para mí
desde entonces…
Mi negocio con los platos preparados se acabó
cuando se agotó la imaginación del cocinero; fui muy rapidillo y acabé el
repertorio. Por algo me llamaban mis compañeros de Bellas Artes “Nardo fa
presto”, rememorando el apodo que pusieron a Luca Giordano por lo que le cundía
la pintura.
De algunos de esos compañeros me ha quedado huella
por sus habilidades artísticas: Félix de Cárdenas, con un cierto toque
sarcástico que se traslucía en sus cuadros, el malogrado Rafalito González, de
pincelada velazqueña (y no exagero un ápice), el medio en que vivía impidió que fuera un gran
pintor, y en la escultura, sin duda Antonio Gracia, con una facilidad para la
expresión que me dejaba pasmado; haciendo una figura de arcilla de tamaño mayor
que el natural, se subía en una banqueta, con el alambre le cortaba la cabeza o
una mano, la bajaba y le pegaba cuatro pellizcos transformándola por completo,
volvía a colocarla en otra pose y la figura había cambiado en cuestión de
minutos.
De los primeros años de formación tengo poca
información visual, no acostumbraba a fotografiar mis cuadros, pero algo tengo
localizado de pintura y escultura.
En la naturaleza moribunda seguía acentuándose el
gusto por los trastos viejos, en paisajes la experimentación con el acrílico y
la acuarela me llevó a algunos ensayos de realismo extremo, y en la escultura
empezaba a soltarme el pelo poco a poco.
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