viernes, 16 de agosto de 2013

Remontémonos al pasado.

Con diecisiete o dieciocho años todo era más fácil en mi relación con el arte. Cierto que se sufría mucho adquiriendo habilidades pictóricas, que en esas fechas eran casi mágicas (un poco como la capacidad de aprehender de los “maestros de Altamira”, pero sin taparrabo); en todo caso, cuando se prepara el ingreso a Bellas Artes se supone que hay que preocuparse más del parecido razonable al modelo propuesto que de la expresión o experimentación. Mi padre era profesor de dibujo y se encargó de mi preparación. El haber pasado por parecidos trances le daba autoridad en el tema; así que me despreocupé por un tiempo de la narración para conseguir lo que parecía el objetivo inmediato: conseguir epatar a incautos con transparencias de cristal y nítidos reflejos de metal, alcayatas que se salen del cuadro y tintineantes brillos rematando volúmenes, en fin, trucos de trilero, pero que habrían de servirme después para otros fines más nobles.
No se me daba mal y tenía el éxito asegurado –tuvieron una demanda razonable, teniendo en cuenta el interés que hay por el arte-. La receta era elegir un montón de objetos con cierta solera, más o menos ordenados, y ponerse a pintar. El resultado era algo como sigue:



O tal que así:

                    
Sí, tenían buena aceptación, pero perdió el encanto cuando no se sufría. Los artistas estamos hechos al sufrimiento…
En todo este proceso me planteaba: Si tengo que conseguir este nivel en un cuadro al óleo de 100 x 81 centímetros, hacer un dibujo monocromo de una estatua a tamaño 100 x 70, y un busto en barro a tamaño natural, ¿para qué necesito ya la Escuela de Bellas Artes? Y no era ingenua la pregunta, de los profesores, salvo honrosas excepciones, se aprendió batallitas y chascarrillos. Entre las honrosas excepciones estuvo Pérez Aguilera, profesor de Dibujo del Natural o Desnudo, que nos hizo trabajar duro y, aunque parco en palabras, lo explicaba todo con sus magníficos dibujos al margen del papel. En cambio sí que sirvió por la convivencia con los compañeros – ¡pasábamos en la Escuela hasta once horas diarias!- y, claro está, por la experimentación personal. Con frecuencia comíamos en el patio mientras calentábamos la cola de conejo en un infernillo para darle la imprimación a los sacos de azúcar que nos servían de lienzos (en tiempos gloriosos en que los sacos de azúcar eran de lino, también las colchonetas militares que eran igualmente de un lino muy resistente).
En los ratos libres –por las noches y en los desplazamientos a la Escuela- comencé a tallar en madera con una navaja tosca bien afilada y un taco de madera de pino que gentilmente me cedieron en una carpintería.




Lleva conmigo toda la vida y aguanta estoicamente. En cambio el taco ha cambiado bastante, ahora tiene este aspecto:

    




                 Como veis está hecho un hombrecito. Todo un cruzado que va a la guerra. Resultó ser del bando románico español, que iba según tengo entendido a la batalla con el bando gótico alemán.  ¡A lo que nos ha llevado la Merkel!
                Entendí que me había metido en un berenjenal y fui a la carpintería a por otros treinta y un tacos de madera. Me miraron como últimamente me miran algunos; como se mira a un artista. Tuve que explicar que pretendía hacer un ajedrez. Me dijeron que ya los vendían hechos. Tuve que decir que los de guardias civiles y gitanas no me convencían del todo…
                Volví a casa contento con mi alijo, mis compañeros de piso Carlos Zambrana, Falete y Antonio Gracia  no se extrañaron por verme llegar con un saco de tacos de madera (para algo son artistas también).
                El caso es que me vi metido en un proyecto a muy largo plazo –dos años de trabajo- y todo ese tiempo con una navaja y un taco de madera, soltando virutas por donde iba.      

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